jueves, 29 de septiembre de 2016

Perfectamente arruinada

Mi vida profesional aunque no era perfecta era apasionante. Aún no había terminado mis estudios universitarios y ya estaba trabajando en los medio de comunicación. Tenía grandes proyectos, muchos sueños y un futuro prometedor, según mis jefes, compañeros de trabajo y mis amigos.

En poco tiempo había materializado muchos de mis grandes sueños: escribir para uno de los diarios de mayor tradición y circulación del país, reportar en uno de los informativos más prestigiosos de la televisión nacional, incursionar en el área editorial, en los medios digitales, y ganar un premio gracias a mis labores periodísticas.

Hasta ese momento Dios había bendecido grandemente mi vida laboral y profesional. Era feliz y aunque con muchas responsabilidades, disfrutaba cada etapa de mi carrera. Sentía que no me pagaban por trabajar, sino por hacer lo que me apasionaba. Fue en aquel momento cuando acepté el llamado de Dios y fui arruinada, perfectamente arruinada, divinamente arruinada.

Tracé mi senda, diseñé mis planes, proyecté mis sueños pero fueron frustrados. Hasta aquel momento Dios me había concedido todos los deseos de mi corazón y me había permitido en poco tiempo alcanzar mis ambiciosas metas profesionales. Sin embargo, en ese momento Dios dijo ‘‘no’’. Sus planes eran otros para mí, y como había entregado mi corazón y mi vida a su perfecta voluntad, me fue encaminando hacia su propósito. Recordé que en mi adolescencia ya Dios me estaba llamando para cumplir con una tarea especial.

Escuché el llamado de Dios por vez primera en 2006, pero no sabía hacia dónde quería guiarme la Providencia. Dos años después volví a escucharle, en aquella ocasión indicándome la carrera profesional que debía escoger y la universidad donde debía estudiar. Pero aún en aquellos días no tenía la menor idea de lo que Dios quería hacer con mi vida.

A pocos meses de culminar mis estudios universitarios Jehová me llamaba a ‘‘abrir mi boca por el mudo en el juicio de todos los desvalidos. Abrir mi boca, juzga con justicia y defender la causa del pobre y del menesteroso’’. (Proverbios 31:8-9)
En esos días, la administración de la radio adventista me llamaba para formar parte de su equipo. Me negué rotundamente. Tenía muchas excusas, algunas de ellas muy creíbles y lógicas pero al final de cuentas eran excusas. Y allí estaba, huyendo cual Jonás, escondiéndome tal Gedeón y quejándome como Moisés.

El llamado divino fue a dar las buenas noticias de salvación, ‘‘traer alegres nuevas, anunciar la paz, proclamar nuevas del bien, publicar salvación. (Isaías 52:7) El llamado divino fue para entregarlo todo, abandonar mis sueños y seguir los sueños de Dios. Apreté mis dientes y dije que sí. ¡Mi corazón quedó molido!

Desde aquel día he tenido que recorrer un largo y duro camino. He encontrado pruebas, luchas y dificultades que sobrellevar, algunas de esas luchas han sido contra mí misma: deseos de fama, fortuna, éxito y recompensa terrenal. Otras dificultades han sido las voces de quienes me rodean y desean lo mejor para mí, he tenido que escuchar decenas de veces expresiones como ‘‘estás desperdiciando todo tu potencial’’, ‘‘estás arruinando tu carrera profesional’’, ‘‘estás perdiendo los mejores años de tu vida’’; lo peor de todo es que he llegado a creerlo.

He tenido días duros, en muchos de ellos he llorado amargamente pidiendo un cambio de ministerio; otros días he comparado mi modesto llamado con el llamado a ‘‘brillar’’ de otras personas; en algunos momentos me he sentido como un total fracaso, una hija rebelde indispuesta al servicio del Maestro.

En los últimos cuatro años he estado trabajando para Dios desde su iglesia, el Espíritu Santo me ha enseñado cuán egocéntrica, malcriada, superficial y egoísta he sido al negarme y poner peros al llamado de Dios. En muchas ocasiones me he quejado y negado a las asignaciones divinas, porque seguir el llamado de Dios incluye cada día negarse a uno mismo: a sus gustos, deseos y búsqueda de alabanza, gloria y recompensas terrenales.

Cuando mis planes laborales eran trazar una carrera profesional en los medios de comunicación seculares, ganando premios y comunicando sobre controversiales temas sociales; el llamado de Dios para mi vida era a contar las buenas nuevas de salvación.

Al aceptar el llamado de Dios también he recibido grandes satisfacciones y bendiciones como la de ver muertos espirituales resucitar, jóvenes alentados y adultos motivados a vivir para Dios. Sobre todo, he aprendido que el trabajo no define quién soy; que la satisfacción profesional no se trata de alcanzar éxito académico, premios o prestigio profesional, sino del empleo efectivo de los talentos, oportunidades y potencialidades para el servicio y ministerio de Cristo.

He entendido que no importa el lugar donde la Providencia me coloque: siendo presidenta de una nación, barriendo las calles de una ciudad, una nobel o ama de casa; lo importante es vivir bajo el principio divino: ‘‘Todo lo que hagan, háganlo de buena gana, como si estuvieran sirviendo al Señor y no a los hombres. Pues ya saben que, en recompensa, el Señor les dará parte en la herencia. Porque ustedes sirven a Cristo, que es su verdadero Señor’’. (Colosenses 3:23-24)

He dejado que Dios me indique el camino por donde debo andar y la tierra que debo labrar, mientras tanto, con voz torpe pero segura respondo al llamar: ‘‘Heme aquí, envíame a mí’’.  (Isaías 6:8)

Por ahora sigo perfectamente arruinada hasta que Cristo vuelva.