miércoles, 25 de agosto de 2010

Una noche Blue

"No te fijes en su apariencia ni en su elevada estatura, pues yo lo he rechazado. No se trata de lo que el hombre ve; pues el hombre se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón". (1 Samuel 16:7)

Era una noche como cualquier otra. Luego de pasar por un detector de metales y enlistarme como era debido. Ingresé al mall más guay mi mai de Santo Domingo, Blue Mall.

Las luces azules y blancas bañaba mi cuerpo, la música vibrante me adormecía y la multitud, en su ir y venir, me inquietaban. Estaba ebria por el ruido que provocaba toda la gente chic de mi pequeña y pobre isla; que por cierto, no me pareció ni tan pequeña ni tan pobre al ver tanta gente con calidad, para no decir otra cosa.

Nunca, en mi inocente y pequeña mente había considerado que en nuestro pedacito de tierra existiera tanta gente "bonita" como les califica una importante editora de Las Sociales.
Apellidos exóticos, rostros lozanos, cuerpos esculturales y sonrisas perfectas. Allí los únicos negros éramos el fotógrafo, las modelos y yo. Ni siquiera los camareros.... Y claro las modelos eran así para darle un toque extravagante y exótico.

Entre conversaciones, bebidas y toda clase de bocadillos que nunca había visto, me encontraba sumergida en un mundo extraño y me sentí tan insignificante. ¡Cuántas sonrisas falsas, cuántas cirugías plásticas, cuánto derroche de lujo, cuántas conversaciones frívolas y vanas!
Aquí no se conoce el hambre, nadie sabe lo que es tener que salir corriendo de casa porque las lluvias se han apoderado de lo poco que tienes, en este salón todo está bien. Aquí se respira un aire diferente, la gente que se recrea en esta espectacular actividad vive en un país donde no hay voladoras, donde no se va la luz, donde no se pasa trabajo ni se vive mal.
Sí, hablo con rabia. Pero mucha de esta gente no tiene la culpa de ser rica y yo tampoco la tengo de ser pobre.

La noche avanzaba, realicé algunas fotografías, escribí el nombre de quienes posaban para la cámara y continúe mi caminar... Los dejé en su mundo y yo me volví al mío.
Un mundo donde hay pedigüeños, niños descalzos y hambrientos. Un mundo donde no todo es perfecto y hay que trabajar arduamente para conseguir las cosas, un mundo donde las personas no valen por su cuenta en el banco o el lugar donde pasen las vacaciones. Un mundo donde lo más importante no es el abolengo, el color de piel o la capacidad adquisitiva, sino la convicción de que todos somos hijos de un mismo padre y para Él todos somos valiosos porque fuimos creados a su imagen y semejanza.

lunes, 31 de mayo de 2010

Una dulce mañana


-¡Galletas de chocolate! ¡Galletas de chocolate!
Torpemente se abría paso entre los pasajeros que se encontraban en el autobús.
-¡Por favor, ayúdame! Cómprame una galleta de chocolate, a cinco y a diez!
Las personas lo miraban con lástima. Era un jovencito de 12 a 15 años con deficiencias para caminar y hablar.

Aquella mañana estaba tan absorta en mis pensamientos, tan concentrada en mis asuntos que ni siquiera noté cuándo y cómo entró al autobús. Pero al escuchar su voz, sus palabras insistentes, y al verle caminar sentí un calor en el pecho.

-¡Buenos días Josué! Agárrate bien, le  advirtió el conductor del autobús con una sonrisa.
Como si nada le preocupase, Josué se desplazaba de un extremo a otro en aquel autobús, buscando unos chelitos para ayudarse y probablemente ayudar a sus padres. Esta es la triste realidad que viven muchos niños en nuestro país.

-¡Por favor cómprame una galleta de chocolate a cinco pesitos! Era muy temprano para comer dulces, pero muchos de los pasajeros decidieron endulzar su mañana y compraron galletas a Josué. Algunos por compasión, o tal vez para salir del paso, y otros como yo, para llevársela a alguien que aprecia esa clase de gestos, alguien con quien pudiera compartir esta historia y alumbrar su rostro con una sonrisa esperanzadora.
-¡Chofer déjeme aquí, por favor! ¡Chofer déjeme aquí! Insistía una y otra vez aquel jovencito.
-No Josué, debes esperar la próxima parada, no puedo detenerme aquí, contestó pacientemente el conductor.

Al llegar a la parada Josué y yo nos desmontamos. Él continuó con su paso torpe hacia el oriente, mientras me dirigía al occidente. Él pregonaba a viva voz: ¡Galletas de chocolate a cinco y a diez pesitos! ¡Galletas de chocolate! Y yo pensaba en lo afortunado que es al endulzar las mañanas de muchos con su voz, su caminar, con sus galletas y con la sonrisa que comparte.

Continué mi camino y cargué conmigo la imagen de ese tierno y fuerte muchacho que me regaló una dulce mañana.