martes, 13 de septiembre de 2011

Tacones, el peor invento

La bomba atómica encabeza mi lista de los peores inventos en la historia de la humanidad, los tacones están en el segundo lugar y el tercer premio se lo entrego al guayo. Solo nos basta mirar fotografías de Horoshima y Nagasaki luego del bombardeo nuclear en la Segunda Guerra Mundial para conocer el impacto de este mortífero invento. El guayo, según el diccionario World Reference es un árbol rosáceo de madera dura y colorada; en mi país el guayo es un instrumento de cocina muy popular usado para rallar los alimentos, bien sea queso, coco o la yuca para hacer casabe. De ahí viene la popular frase “guayando la yuca”. (Si te has rayado los dedos usando el guayo entenderás por qué lo digo).

¿Y qué decir de los tacones? De este tema soy una experta, ya sea porque desde pequeñita jugaba a ser mayor usando los tacones de mi madre e imitando su caminar con pasos coquetos y seguros; por los estrallones que me he dado con ellos y por los miles de dolores de espalda que me han causado por usarlos un largo período de tiempo.

Los tacones y yo no nos llevamos muy bien, los evito siempre que puedo. He tenido entrevistas con embajadores, prolíficos escritores, afamados músicos y me he eximido de usarlos. A veces tengo que someterme a la tortura de llevarlos: una salida al teatro, para ir a la iglesia los sábados en la mañana o una tarde de locura como aquella. No sé qué rayos pasó por mi cabeza en aquel momento, pero me puse unos tacones. Para llegar a mi destino debía caminar unas esquinas, tenía muchas opciones, pero me decidí por unas hermosas zapatillas de tacón negro. Debo admitir que una se ve regia y esbelta en aquellos zapatitos que al ser tan altos e incómodos le suben la autoestima a cualquiera.

Esa tarde de sábado luego de caminar menos de 25 metros ya estaba cansada, aburrida y adolorida. Mi instinto femenino me estaba costando muy caro. Caminaba y me quejaba, me arrepentía de llevar aquellas hermosas zapatillas (que para ese momento ya no eran tan hermosas). Me faltó llorar para completar aquel cuadro patético, pero como soy grandecita no podía hacer semejante escenita. Pensé por un momento en detenerme, descansar y continuar mi pesado viaje. Gracias a Dios que una amiga me encontró, traté de no mostrar mi desesperación y cuando se detuvo para darme llevarme en su automóvil,  puse mi mejor cara y agradecí desde el alma aquel gesto. Ya ni de broma digo que las mujeres somos tan espectaculares que podemos hacerlo todo aún con tacones