jueves, 1 de junio de 2017

Curiosidad vs interés genuino


¿Por qué no tienes novio?
¿Cómo murió?
¿Cuándo se casan?
¿Esperan estar viejos para tener hijos?

Preguntas indiscretas que escuchamos una y otra vez, cuyas respuestas están llenas de intimidad.

En la era en que vivimos donde millones andan revelando sus intimidades en las redes sociales, se hace extraño que algunos se sientan incómodos ante preguntas como estas. Me incluyo en el grupo.

La curiosidad, ese natural, a veces exagerado y obsceno deseo de ver, averiguar o saber algún asunto íntimo de la vida de alguien más. Ese alguien no necesariamente debe ser un familiar o ser querido. Y ante tal deseo de averiguar, sucumbimos en la tentación de cuestionar, en muchos casos inoportunamente. Frente al fisgoneo, cabe recordar el viejo refrán: ''La curiosidad mató al gato''.

En cambio, el interés genuino va más allá de la simple curiosidad. La curiosidad es solo un deseo, pero el interés trae consigo amor, aprecio por esa persona o por la situación que le ocurre.

Cuando hay curiosidad queremos saber de más; cuando hay interés procuramos ayudar aun sin saber los detalles, causas, razones y motivos. 


Cuando sentimos interés genuino ante una situación, más que hacer preguntas, procuramos ayudar en silencio y sin llenar de interrogantes inoportunas o dolorosas. Porque, pensándolo bien, ¿de qué nos sirve saber la respuesta de una pregunta si no vamos a ayudar o si esta información no nos servirá de nada?

La curiosidad y el interés no solo afectan nuestras relaciones interpersonales; también influyen en nuestro caminar con Dios. No es lo mismo tener curiosidad, que sentir interés por conocer a Dios y entablar una amistad con él. 

La curiosidad nos hace investigar y leer la Biblia, conocer las doctrinas y descubrir la verdad. En cambio, el interés nos lleva a entablar un vínculo con Dios, a disfrutar de una relación intima y profunda, donde no siempre tendremos respuesta ante todas las preguntas.