Miró mis manos, las comparó con las suyas y me dijo:
-Que hermosas manos tienes, las manos de una verdadera mujer, porque las mías son tan horribles y están llenas de callos.
Quedé sin palabras y alguien más respondió por mí:
Me sentí culpable de ser afortunada. Esa sensación que me acompaña cuando estoy en contacto con una persona cuyas circunstancias han sido difíciles y cuya historia es desgarradora.
¡Sí, culpable! Porque no he hecho absolutamente nada para tener la vida que tengo y peor aún, porque hago muy poco para combatir la injusticia en el mundo. ¡Culpable!... esas pudieron haber sido mis manos y mi historia.
Me contó su historia, una llena de sufrimiento, violencia y abusos. Me contó como fue explotada por personas despiadadas que han olvidado la dignidad con la que ha sido creado cada ser humano. Se me hizo un nudo en la garganta. Y aunque no suelo llorar, cada vez que como periodista tengo que escuchar una historia de dolor como esta, mi corazón se rompe en pequeños pedazos. Incluso a veces pregunto, tal como lo hizo el profeta Habacuc, "¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? (Habacuc 1:2)
A veces siento que el reino del mal prevalece, que el malo nunca tendrá su paga y que la injusticia reinará sobre los más vulnerables. Pero luego recuerdo la promesa bíblica: "Dios juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud. Jehová será refugio del pobre, refugio para el tiempo de angustia". (Salmos 9:8-9)
Me miró con sus ojos grandes y redondos, llenos de ilusiones y sueños. Ojos que miran el futuro con esperanza, no cuestionan el obrar de Dios y continúan confiando en el amor y la providencia divina. Ojalá pueda desarrollar esa clase de fe, esa resiliencia y confianza en el amor de Dios.
Nos despedimos y sigo con la imagen de sus manos, las manos de una guerrera.